viernes, 13 de noviembre de 2015

El paradigma de la felicidad: síntomas del hombre moderno

Lo cultural deja su huella en el significado con el que dotamos las emociones e imágenes personales. Los símbolos y deseos se alimentan de lo que lo social advierte, de manera que se derivan modelos que terminan por estructurar vidas y el significado que a ellas les conferimos.

El mundo actual se esfuerza por proyectar el paradigma de la felicidad. Las leyes secretas de lo que hemos de mostrar a los demás se rigen por este. Lo negativo, los días grises, quedan fuera de la «biografía», de nuestras «imágenes», de las actualizaciones de nuestro «estado». ¿Qué pasa con aquello otro que queda a oscuras? ¿Qué queda de aquello que se mantiene al otro lado de nuestro «muro»?.


Recordamos, con esto, el comentario de una de las participantes de nuestras habituales charlas coloquio acerca de la percepción sobre éxito y fracaso: Parece que en las redes sociales lo que impera es publicar aquello que nos hace y nos muestra felices. Si hace mucho que no sé de alguien  -a través de las redes sociales- pienso "algo le pasa, no debe estar bien"... Levanto el teléfono y llamo para saber de él, como habría hecho antes para saber de alguien a quien le tengo afecto. Me encuentro con que, efectivamente, está pasando por momentos difíciles...

A menudo en las puertas de la consulta nos encontramos a un paciente que pide -muchas veces sin saber qué pide con ello- “ser feliz”. Nos encontramos así con un nuevo síntoma del hombre actual, aquel del hombre enfermo por los juicios, inmensamente frustrado en la búsqueda de la tan anhelada “felicidad”. Nos encontramos alguien que juzga y es juzgado sobre la felicidad basado en las apariencias, que se esfuerza por ser aquél desdichado que intenta confundir a los demás y a sí mismo con su forzosa alegría, mientras procura encontrar la genuina.

Esta demanda exige al trabajo terapéutico proporcionar al paciente un espacio donde pueda permitirse renunciar a vivir, tal y como le pide su época, en un rincón sin tiempo únicamente impregnado del “deber ser feliz”. El trabajo terapéutico se orienta a que el paciente pueda darse el permiso y el espacio ante la diferencia, lo personal; aquello que tiene que ver no sólo con afrontar lo doloroso, sino también a perder el miedo ante esos sentimientos difíciles. Es entonces cuando el trabajo terapéutico, casi a un modo contracultural, exige la integración de aquellos sentimientos de dolor y circunstancias desagradables de la vida que se atraviesan por el simple hecho de ser humanos.
La búsqueda de la felicidad encierra esa incesante huida del dolor, la incesante huida del aburrimiento. En este sentido, compartimos lo que apunta Osvaldo Picardo:

Mientras uno vive el día a día, en el orden del acontecimiento, se deja entusiasmar con la imagen de ese futuro en el que es posible alguna de las tantas ofertas de lo que llamamos la felicidad, de su satisfacción económica o bien de sus verdades tranquilizadoras. Pero, un día, sentimos flotar en la superficie de las cosas, el aburrimiento y el pánico. Aparece una clase de lucidez triste, melancólica que nos hace padecer el paso y el peso del instante, de la pérdida constante. Hay en eso un extravío que enfrenta al sujeto, no sólo a una especial suspensión del deseo -y muchas veces, con una culposa expectativa de castigo-, sino también a un extrañamiento con el mundo y sobre todo del sujeto consigo mismo.
En este sentido la felicidad termina por convertirse en síntoma y paradoja: mientras más feliz se intenta ser a costa de aquello que se niega, más expuestos estamos al hacernos cargo del inevitable fracaso, experimentando así una profunda desdicha. La adherencia al lema de la felicidad nos empuja hacia la uniformidad, hacia la manipulación de la imagen propia y social, se amenaza con la exclusión. Esto indudablemente encierra otra paradoja: el boom de las redes sociales en relación con la creciente soledad que muchos experimentan.

En los contextos psicoanalíticos se coincide en señalar la imposibilidad de la felicidad como estado, sólo posible como episódica. Un estado constante de felicidad es tan antinatural como un estado constante de tristeza o apatía. Es como desear omnipotentemente saltar de hito en hito, quitándole importancia al camino. En una vida que se despliega como si sólo se evaluara el fin, la felicidad como objeto permanente y único, la verdadera vida está ausente. No deja de ser esa felicidad-estado la que como espejismo en el desierto se ve próxima hasta que nuestra propia cercanía la hace desaparecer, alejarse aún más. Porque como humanos la frustración se cuela en nuestra historia como elemento estructurante y catalizador de desarrollo. Frustración, inevitable y necesaria.

Cuando se tapona la posibilidad de verbalizar y mostrar la angustia, se abre una vía directa al dolor sin sentido o a la afectación del cuerpo. De nuevo otra paradoja: callamos la infelicidad y nos hace más “infelices”. Entra de nuevo la labor terapéutica que insiste en posibilitar al sujeto tramitar su angustia, ponerla en palabras, facilitar el trabajo de las experiencias más allá de sus valencias. 

Hay, sin duda, dentro de la exigencia de "ser feliz" el deseo de alcanzar un objetivo. Es muy difícil conseguirlo a expensas de la realidad, esquivando los obstáculos o caminando bajo la sombra de un ideal impuesto y alienante. El conseguir ese objetivo de bienestar al que muchos apuntamos, requiere necesariamente integrar las experiencias en un entramado más complejo. Requiere trazar un mapa de vivencias que oriente de manera fiel nuestro propio crecimiento y el camino a una meta más personal, humana y realista, dándonos el espacio y el permiso para experimentar y expresar todo lo que, como humanos, somos capaces de sentir.

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