Lo cultural deja su huella en el
significado con el que dotamos las emociones e imágenes personales. Los símbolos
y deseos se alimentan de lo que lo social advierte, de manera que se derivan
modelos que terminan por estructurar vidas y el significado que a ellas les
conferimos.
El mundo actual se esfuerza por
proyectar el paradigma de la felicidad. Las leyes secretas de lo que hemos de
mostrar a los demás se rigen por este. Lo negativo, los días grises, quedan
fuera de la «biografía», de nuestras «imágenes», de las actualizaciones de
nuestro «estado». ¿Qué pasa con aquello otro que queda a oscuras? ¿Qué queda de
aquello que se mantiene al otro lado de nuestro «muro»?.
Recordamos, con esto, el comentario de una de las participantes de nuestras habituales charlas coloquio acerca de la percepción sobre éxito y fracaso: Parece que en las redes sociales lo que impera es publicar aquello que nos hace y nos muestra felices. Si hace mucho que no sé de alguien -a través de las redes sociales- pienso "algo le pasa, no debe estar bien"... Levanto el teléfono y llamo para saber de él, como habría hecho antes para saber de alguien a quien le tengo afecto. Me encuentro con que, efectivamente, está pasando por momentos difíciles...
A menudo en las puertas de la
consulta nos encontramos a un paciente que pide -muchas veces sin saber qué
pide con ello- “ser feliz”. Nos encontramos así con un nuevo síntoma del hombre
actual, aquel del hombre enfermo por los juicios, inmensamente frustrado en la
búsqueda de la tan anhelada “felicidad”. Nos encontramos alguien que juzga y es
juzgado sobre la felicidad basado en las apariencias, que se esfuerza por ser
aquél desdichado que intenta confundir a los demás y a sí mismo con su forzosa
alegría, mientras procura encontrar la genuina.
Esta demanda exige al trabajo
terapéutico proporcionar al paciente un espacio donde pueda permitirse
renunciar a vivir, tal y como le pide su época, en un rincón sin tiempo únicamente
impregnado del “deber ser feliz”. El trabajo terapéutico se orienta a que el
paciente pueda darse el permiso y el espacio ante la diferencia, lo personal;
aquello que tiene que ver no sólo con afrontar lo doloroso, sino también a
perder el miedo ante esos sentimientos difíciles. Es entonces cuando el trabajo
terapéutico, casi a un modo contracultural, exige la integración de aquellos
sentimientos de dolor y circunstancias desagradables de la vida que se
atraviesan por el simple hecho de ser humanos.
La búsqueda de la felicidad
encierra esa incesante huida del dolor, la incesante huida del aburrimiento. En
este sentido, compartimos lo que apunta Osvaldo Picardo:
Mientras uno vive el día a día,
en el orden del acontecimiento, se deja entusiasmar con la imagen de ese futuro
en el que es posible alguna de las tantas ofertas de lo que llamamos la
felicidad, de su satisfacción económica o bien de sus verdades
tranquilizadoras. Pero, un día, sentimos flotar en la superficie de las cosas,
el aburrimiento y el pánico. Aparece una clase de lucidez triste, melancólica
que nos hace padecer el paso y el peso del instante, de la pérdida constante.
Hay en eso un extravío que enfrenta al sujeto, no sólo a una especial
suspensión del deseo -y muchas veces, con una culposa expectativa de castigo-,
sino también a un extrañamiento con el mundo y sobre todo del sujeto consigo
mismo.
En este sentido la felicidad termina
por convertirse en síntoma y paradoja: mientras más feliz se intenta ser a
costa de aquello que se niega, más expuestos estamos al hacernos cargo del
inevitable fracaso, experimentando así una profunda desdicha. La adherencia al
lema de la felicidad nos empuja hacia la uniformidad, hacia la manipulación de
la imagen propia y social, se amenaza con la exclusión. Esto indudablemente
encierra otra paradoja: el boom de las redes sociales en relación con la
creciente soledad que muchos experimentan.
En los contextos psicoanalíticos
se coincide en señalar la imposibilidad de la felicidad como estado, sólo
posible como episódica. Un estado constante de felicidad es tan antinatural
como un estado constante de tristeza o apatía. Es como desear omnipotentemente
saltar de hito en hito, quitándole importancia al
camino. En una vida que se despliega como si sólo se evaluara el fin, la
felicidad como objeto permanente y único, la verdadera vida está ausente. No
deja de ser esa felicidad-estado la que como espejismo en el desierto se ve
próxima hasta que nuestra propia cercanía la hace desaparecer, alejarse aún
más. Porque como humanos la frustración se cuela en nuestra historia como
elemento estructurante y catalizador de desarrollo. Frustración, inevitable y
necesaria.
Cuando se tapona la posibilidad
de verbalizar y mostrar la angustia, se abre una vía directa al dolor sin
sentido o a la afectación del cuerpo. De nuevo otra paradoja: callamos la
infelicidad y nos hace más “infelices”. Entra de nuevo la labor
terapéutica que insiste en posibilitar al sujeto tramitar su angustia, ponerla
en palabras, facilitar el trabajo de las experiencias más allá de sus
valencias.
Hay, sin duda, dentro de la exigencia de "ser feliz" el deseo de alcanzar un objetivo. Es muy difícil conseguirlo a expensas de la realidad, esquivando los obstáculos o caminando bajo la sombra de un ideal impuesto y alienante. El conseguir ese objetivo de bienestar al que muchos apuntamos, requiere necesariamente integrar las experiencias en un entramado más complejo. Requiere trazar un mapa de vivencias que oriente de manera fiel nuestro propio crecimiento y el camino a
una meta más personal, humana y realista, dándonos el espacio y el permiso para experimentar y expresar todo lo que, como humanos, somos capaces de sentir.
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