Foto: Janine Bergman |
Muchos padres acuden a nuestra
consulta preocupados por el rendimiento (o comportamiento) de sus hijos a nivel
escolar. Algunos de ellos lo ven como un elemento aislado (“es un niño buenísimo, pero está desmotivado y no le
va bien en el cole”) otros alcanzan a ver la relación de este elemento con
otros factores que pueden estar generando un conflicto en el niño, cuya vía de
expresión se refleja en el rendimiento escolar (“va flojo en los estudios y
tenemos la sensación de que se debe a algo más que no conseguimos entender…”).
Con frecuencia se nos presenta en
la consulta una situación común en la labor de atención a niños y adolescentes relacionada
con esta dicotomía: Por un lado, tiene que ver con la necesidad de darle
matices a esa idea de muchos padres de que el desempeño escolar está aislado de
otros factores (“sólo necesita ayuda para mejorar en los estudios”) y por otro,
poder hacer entender que no porque los estudios del niño sean lo más notorio, el
conflicto del niño no está relacionado con el contexto que le rodea, incluyendo
al familiar (aquello de “todo va normal
en casa, el que necesita atención es el niño”).
Ambos puntos confluyen en una dificultad
común durante el proceso terapéutico: poder pasar desde la visión del niño como
protagonista del conflicto, para ubicarlo dentro de un entramado de dinámicas
que hacen necesaria la participación y colaboración de los padres –y en muchos
casos, de toda la familia- en el tratamiento.
Como hemos apuntado en ocasiones
anteriores, como miembros de un sistema, cuando un individuo enferma, no hace
más que poner en evidencia las alteraciones o conflictos de todo el sistema al
que pertenece. No se trata de desconocer la singularidad del niño como sujeto,
desde luego el análisis individual tiene un sentido y se hace necesario sin que
se traduzca siempre en un proceso psicoterapéutico familiar. Sin embargo,
aunque el conflicto pasa por la asimilación y manejo personal y singular del
niño, con las relaciones que lo definen, su historia arcaica, la fase del ciclo
vital en la que se encuentra y sus propios recursos emocionales y personales,
dicho conflicto emerge en un contexto y se alimenta asimismo de las dinámicas
intrínsecas de este, lo cual demanda de los padres una colaboración necesaria
con el proceso.
En muchos casos la psicoterapia
infantil queda confinada en el imaginario parental a una situación similar a
‘dejar el coche en el taller’: tras seguirle la pista a un buen mecánico, se
deja el coche en sus manos para que
cambie algunas piezas, ajuste otros componentes, en algunos casos se someta a
“lavado y pintura” y se devuelva el coche
como nuevo. La situación psicoterapéutica infantil desde luego es distinta,
dista mucho de la analogía del coche y del taller y exige una participación
colaborativa por parte de los padres. La sintomatología infantil cursa en el
entramado de relaciones familiares y, por ende, exige una aproximación que
acompañe a dicho escenario.
El conflicto del niño, que escoge
una u otra vía sintomática, está irremediablemente relacionado con el
funcionamiento de la familia como sistema: las relaciones que se establecen
entre los miembros, la forma en la que se establecen las normas y reglas, los
mitos que se heredan de las familias de origen de los padres y se trasladan a
la familia actual, el manejo de la información y los secretos familiares, la
relación entre los subsistemas familiares (hermanos-hermanos, padre-madre,
hijos-padres) y los eventos que se dan lugar según la etapa vital de cada
miembro y de la familia en general. Muchas veces el síntoma del niño intenta
dar respuesta a un conflicto familiar en cualquiera –o varios- de estos
aspectos, de manera que la estabilidad de la familia tal y como se conoce, se
mantenga a pesar de su precariedad.
Un ejemplo de ello es el caso de Félix*, un
niño de 10 años que llega a consulta por recomendación de su profesora quien lo
ve cabizbajo, desanimado y más callado de lo común. Su hermano Antonio, en
pleno torbellino adolescente, está dando mucho “trabajo” a sus padres, quienes
dicen estar desesperados y no haberse percatado de las conductas que señala la
profesora de su hijo menor: “Es que es un niño muy bueno, pero quizá si está
algo triste porque estamos teniendo muchos problemas con su hermano”. Félix
parece entonces estar cuidando de sus padres y del “equilibrio familiar”,
haciéndose “invisible”, no dando problemas a sus padres… El síntoma parece en
este caso cumplir varias funciones: el cuidado del equilibrio familiar y sus
padres, marcar una diferencia en cuanto a su hermano para ser reconocido y
conseguir apoyo y ayuda de otros que puedan estar en mejor posición de
proporcionarla (como fue el caso de su profesora).
No queremos decir con todo lo
anterior que el niño sea un mero receptor de mensajes o un actor en segundo
plano que simplemente responde en consecuencia a lo que en el mundo adulto
acontece. Tampoco que la participación de los padres en el tratamiento obedezca
a la necesidad de cambiar sus formas de “moldear” al niño. Este tiene, como
sujeto en constitución, la capacidad de transformar su mundo e ir asimilando
las vivencias con sus recursos e historia singular y la participación de los
padres a este respecto se traduce más bien en un acompañamiento en dichos
cambios, de cara a un manejo saludable de las situaciones vitales por las que
atraviesa y atravesará el niño.
Otro de los aspectos que hacen
relevante la participación de los padres en el tratamiento infantil, tiene que
ver con la necesidad de conocer ciertos elementos que integran dinámicas
inconscientes que puedan estar instaurados desde ambas figuras parentales.
Cuando alguien acude a consulta no lo hace en solitario, sino que viene
acompañado por otras figuras que integran su inconsciente, así como una serie
de identificaciones y pautas relacionales que son, no sólo actuales, sino
también históricas. Cada uno de los padres tiene su propia experiencia personal
en cuanto a su familia, así como expectativas, miedos, deseos y fantasías que
vuelcan en sus hijos. Desde el mismo momento de la concepción, toda una serie
de elementos inconscientes de los padres (y de su relación) participan en la
configuración emocional y psíquica del niño. A esto se le suma, por supuesto,
la ansiedad, frustración, desesperanza o urgencia que sienten en cuanto a la
conflictiva familiar o del hijo, que no dejan de jugar un papel en lo que se
transmite, cómo se transmite y las acciones que se emprenden al respecto. Que
los padres puedan aceptar la intervención profesional en cuanto a estos
elementos propios, es no solo necesaria, sino además un gesto de empatía y
comprensión hacia el niño, quien se dispone asimismo a conceder un permiso al
profesional para que acceda a su intimísimo mundo emocional.
Por otra parte, la subjetividad
del niño también modela y se entreteje en las dinámicas intrasubjetivas de los
padres. Estos atribuyen significados a las conductas y formas de actuar del
niño que están relacionados con su propia historia personal y relacional.
Patricia* madre de tres hijas, nos comentaba con trabajosa sinceridad, cómo
sentía enormemente difícil hablar con su hija Leticia por lo mucho que le
recordaba a su padre y su particular forma de desdeñar todo lo que Patricia
opinara, haciéndola sentir incapaz e inadecuada en su rol (en lo actual, como
madre; en lo histórico, como hija). Así, vimos con Patricia cómo se abría una
vía arcaica desde sus fantasías que la desplazaba en la realidad desde el papel
de madre al papel de hija con respecto a Leti, alimentando, sin intención ni
consciencia, que su hija se saltara sus reglas y la tratara como igual.
Estos diálogos internos, muchos
de ellos históricos, se enraízan en la cotidianidad y solo se hacen palpables
con la participación colaboradora de los padres en el proceso psicoterapéutico
del niño. Para muchas personas, el comprometerse con este tipo de procesos a
nivel personal, es un evento retador y en muchos casos violento, según las
características personales. Descubrir a un otro lo más íntimo de nuestra
vivencia e historia no resulta un gesto fácilmente realizable. Le pedimos a
nuestros niños entrar en esta situación de vulnerabilidad sin ser capaces
nosotros mismos de acompañar dicho gesto. Le pedimos al niño que cambie, que “mejore”,
sin prestarnos a escuchar cómo nuestra participación se comunica indudablemente
con el síntoma de éste o cómo compartimos desde otro lugar dicho conflicto.
Foto:Arteide |
El compromiso y respeto por parte
del profesional es –y ha se ser-, sin duda, un buen punto de partida. Sin embargo
el niño necesita que su entorno empiece a acoger asimismo el cambio. Necesita
no sólo de la búsqueda de ayuda por parte de los padres cuando han sido capaces
de ver que la situación les sobrepasa, sino además el compromiso por parte de
estos para asumir su colaboración en el proceso. El niño requiere que se vaya
más allá de la visión de su conflicto o de él mismo como “foco del problema”,
requiere un compromiso familiar con el cambio, con todo lo que ello pueda
conllevar en la dinámica intrapersonal de los padres y la dinámica familiar en
general.
Artículo de Kreadis
*Nombres, edades y otros datos de
los ejemplos clínicos que se refieren, han sido cambiados con intención de
proteger la identidad de los/as niños/as y sus familias, así como el carácter confidencial de
las comunicaciones.
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