Actualmente la tecnología parece poner a disposición una multitud de espejos en los que mirarse y/o mostrarse. Ver y ser visto: ¿La propia imagen para sí o, para ser mostrada al otro?. Aquel reflejo del espejo parece intentar dotar de consistencia la propia identidad, la que se alimenta, como en tiempos pretéritos, del destello a modo de espejo que proyectan los demás para sentirse amado, aceptado y deseado.
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
-Jorge Luis Borges, El hacedor
La tendencia a retratar y autorretratar
fue impulsada por la difusión del espejo plano desde la Venecia del Siglo XIII,
que permitió imágenes nuevas de la humanidad. La fascinación por la propia
imagen pertenece también a la infancia del sujeto. En los primeros estadios de la
vida, el bebé vive en una indiferenciación fusional con la madre de la que
deberá irse separando. La madre presta su propio cuerpo como suerte de
continuidad temporal con la situación fetal, para desde ahí ofrecer paulatinamente
significados psíquicos. La mirada de la madre constituye el primer
espejo a partir del cual se crea un espacio que permite la diferenciación y
búsqueda de identidad.
En la confirmación narcisista del bebé a través del espejo materno, la
imagen corporal se construye al ser
aceptado, amado y deseado por la madre, quien reconoce al niño como ser
diferenciado y le dota de subjetividad. El destello del ojo materno refleja a
modo de espejo el despliegue exhibicionista del niño, la respuesta empática de la
madre le confirma su autoestima.
Constituye un deseo
generalizado aquel de querer que lo que el espejo devuelve sea una confirmación
positiva de nosotros mismos. La cultura y sociedad ha enseñado a inhibir
peticiones exageradas de esa necesidad de confirmación y la popularización del selfie ha normalizado dicha necesidad, favoreciendo
la deshinibición (en especial con ejemplos de figuras y referentes a nivel
mundial que se han sumado al fenómeno). En el selfie se espera que la respuesta del otro sea la confirmación de
esa imagen deseada y la edición de imágenes nos añade, además, un elemento de
validación. En este se mueve la ilusión de que creamos algo de nosotros mismos
para mostrar al otro. Hay, sin duda, una búsqueda de regulación
de la autoestima, de reconstrucción de la imagen de sí mismo a través de las
miradas del otro.
¿Qué
se esconde tras todo aquello que debe ser retratado, mostrado?. Puede que se
haya cedido un espacio de construcción personal a una llamada al otro que nos
continúa construyendo, algo que se espera en lo que se mira, en la búsqueda del reencuentro con esa imagen que intenta estructura.
No deja de ser curioso que
el selfie se viralice en una época en
donde se ha instalado el culto al cuerpo en medio de la vorágine tecnológica
que anula a ese mismo cuerpo tras un ordenador, tras 140 caracteres o varios
números de perfiles. El mostrarse parece intentar hacerle lugar a un alguien entre muchos a través de la búsqueda de re-afirmación de aquel cuerpo a partir de lo que refleja el afuera.
Lo cierto en cuanto a este fenómeno, es que tiene muchos puntos sobre los cuales se puede reflexionar. En cada autorretrato está el mundo del sujeto, mundo que parece intentar re-construirse a través de miradas: la propia mirada constituida a su vez por otra.
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